5. CUMPLEAÑOS FELIZ

Cuando eres un niño el día de tu cumpleaños es el día más feliz que puedes tener; te consienten, todos te abrazan y felicitan, te dan regalos, puedes comer dulces, picaderas, bizcocho y beber más de una botella de refresco, te hacen una fiesta y reúnen a tus mejores amigos, puedes dar o recibir golpes en una a la garata con puño y tus padres no te llaman la atención. Todo es divertido y todo para tí, a excepción de cuando tienes que compartir tu día especial con alguien más. Créeme, eso es lo peor que te puede pasar el día de tu cumpleaños.

Ángela era la única hija hembra de mi madre. Nació un día primero de abril y como curiosidad de la vida fue el día que yo también nací, pero seis años más tarde que ella. Cuando algún idiota me pregunta si somos mellizos o algo así, yo le respondo que soy un gemelo que llegó con seis años de tardanza. Lo lindo del caso es que se quedan pensándolo como si algo así pudiera ser posible. El día que Ángela cumplió los quince años, yo cumplí nueve y mi mamá organizó una fiesta. La celebración era sencilla pero la doña le compró a mi hermana un vestido muy bonito y elegante, Ángela parecía una princesa. Mi papá había llegado con un bizcocho y dos huáchales de refrescos de diferentes sabores; Mirínda, Country Club, Coca Cola y Orange Crush. También trajo a un amigo que era fotógrafo, quien me había traído la chaqueta del traje de su hijo para que yo saliera elegante en las fotografías que nos iba a tomar con Ángela.

—Mira Antonio —me dijo don Virgilio —no lo gastes todo en disparate. Y yo contento, tomé de su mano el papel moneda que me estaba ofreciendo.

Eran dos pesos oro. Como me gustaba ver la cara de Duarte enmarcada en ese peinado de parigüallo y decorado con tan abundante bigote.

En esos años un peso era de papel y un niño podía comprar un montón de cosas con esa lujosa suma de dinero. No es como ahora que no dan ni para una menta de guardia. Sentía una sensación agradablemente eufórica, recuerdo presumir estúpidamente a mis amigos mi pequeña fortuna. Me sentía satisfecho, hasta que supe que a Ángela le habían dado diez pesos. Sí, diez pesos!!! Me molesté bastante. ¿Por qué a ella le habían dado mucho más dinero que a mí si cumplíamos años por igual? Me sentí celoso y me dieron ganas de romper los dos pesos del pike, pero luego calculé que me quedaría sin nada y eso era peor. No tenía orgullo para eso. Me preguntaba a mí mismo que ¿Porqué si Duarte era el fundador y padre máximo de la patria, la cara de Mella aparecía en una papeleta de más valor que la de él? Inclusive, la de Sánchez tenía mas valor que la de Juan Pablito, y eso que Sánchez era negro. Odié a Duarte.

—¿Tú vez como es la vaina? —Pregunté a Ricardo quien metía la mano en la bandeja de la picadera cuando nadie lo miraba, a mí no me importaba, el era mi amigo —a Ángela le dan diez pesos y a mí sólo dos. Dime tú la verdad ¿Si cumplimos años los dos, no tienen que darnos la cantidad de dinero igual?

—Bueno… —titubeó mi amigo y tragó en seco el puño de galletas Guarina con jamón que se metió en la boca —eso depende. ¿A quién quieren más de los dos?

—¿Qué tú quiere decir con eso? —quise saber mirándole masticar como burro.

—Eso es fácil. Si a tí te quieren más te dan más dinero y si a ella es a quien quieren más entonces le dan más dinero a ella. Entonces, ya que a ella le dieron diez pesos y a tí sólo dos, eso quiere decir que a Ángela la quieren más y por eso no les toca por igual —dijo con aires de psicólogo mi querido amigo Ricardo, a quien en ese momento no le tuve buena fe por la cuerda que me causó su raciocinio, y me dieron ganas de hacerle tragar las galletitas Guarina por la nariz.

Dejé a Ricardo y salí al patio donde mi mamá estaba repartiendo unas picaderas. Tomé un puño de queso y jamón de mala gana para dar a entender que estaba enojado, pero no llamé la atención de la doña. Todos estaban pendientes a Ángela y su maldito vestido nuevo.

El patio donde yo vivía estaba lleno de carajitos bailando las canciones de Aramis Camilo, El Zafiro (el pobre Zafiro está en Puerto Rico cantando en las calles como un pordiosero para comprar perico, el muy tecato. Tan buen cantante y mira como terminó de drogadicto) Boni Cepeda, Wilfrido, Rasputín y todos esos merengueros derrotados de los ochenta que ahora se reúnen cada diciembre a picar los chelitos en Platinium y el Jet Set. Nadie se quedaba sentado, porque el que no bailaba no comía biscocho y no hay vaina que le guste mas a un carajito en un cumpleaños que un fuñío biscocho. Yo no quería bailar. ¿Para qué? Si a Ángela la querían más que a mí, pues que baile ella.

Pasé mucho rato a un lado, mal humorado y tristón en el fondo del patio, mirando la gente gozando mi cumpleaños, (el mío y el de Ángela) tratando de llamar la atención. Mi mamá no me hacía caso por estar atenta a «ya saben quien» y su vestido bonito. Nadie me ponía atención hasta que mi papá trajo al fotógrafo al patio para que nos tomara las fotos. Ángela estaba con la falda de princesa cubriendo el suelo, sentada en una silla blanca de hierro que mi mamá le pidió prestada a una vecina, y mi hermano Arcángel estaba de pie, atrás de Ángela bien enchaquetado. Me puse la chaqueta del traje que me trajeron prestada, por lo menos iba a salir elegante en las fotos y eso me subió el ánimo. La chaqueta era negra, bonita pero no me quedaba bien por más que me la arreglaba, era un par de números más pequeña que mi talla y las mangas me quedaban muy cortas, me llegaban casi hasta el antebrazo. Me veía muy ridículo y no quise tomarme las fotos con esa chaqueta. Me la fui a quitar de mala gana y mi mamá me dio un boche. Mis hermanos se rieron de mí. Mi papá se acercó al ver lo reacio que estaba de tomarme las fotos con esa chaqueta que me quedaba como pantalón brinca charcos, pude ver su boca risueña y oler el alcohol en ella mientras yo soltaba una lagrima. Ya no aguantaba.

—Antonio, eso no hace nada —me dijo.

—Papi, eso sí hace. Me queda mal ¿tu no vez como me quedan las mangas? Tan muy cortas. Yo no voy a salir así en la foto.

—Mira muchacho, tú te ves bien y deja de llorar.

—Y bien que se ve llorando, parece un mono —interrumpió Ángela y el don le hizo una seña con la mano abierta para que no opinara.

—Mira lo que vamos a hacer; esconde los brazos atrás para que no salgan en las fotos, y párate derecho como un general y veras como aparte de salir bien, también sales elegante como un hombrecito.

Así me allantó el hombre.

Mi papá se quitó de enfrente mío para que el su amigo pudiera tomar la fotografía, yo hice lo que él me dijo y así salir bien en las fotos. La gente se reía por mis mangas y yo me sentía muy incomodo, las escondía mas. El fotógrafo levantó la cámara, ajustó la lente y antes de oprimir el botón dio instrucciones.

—Arcángel, entra un poquito más y tu Ángela levanta un chín la cabeza. Pero sonríe un chín manga mocha.

Todo el mundo se explotó de la risa y yo me quité la chaqueta, la estrellé en el suelo a ver si mis padres dejaban de reírse de mí, pero eso no sucedió. Yo, el cumpleañero, no era mas que el hazme reír de todos mis amiguitos. Me sentía muy enojado y me fui del patio. ¡Que se coman su maldito cumpleaños! Ricardo se interpuso en mi camino muerto de risa.

— ¿Para donde vas manga mocha?

Yo me enojé más al ver su cara burlona, le di un trompón en la boca del estomago que le saqué el aire. No se burló más de mí. Mi papá me agarró por un brazo y prácticamente me arrastró hasta el callejón.

—Pero ven acá muchacho de la mierda ¿Qué es lo que te pasa a ti que hace rato te veo con los moco pa´bajo?

—Que todo el mundo se está riendo de mí por que la chaqueta me queda con la manga corta. ¿Por qué no me compraron una nueva? A Ángela le compraron un vestido nuevo por el cumpleaños ¿Dónde está mi chaqueta nueva si yo también cumplo año? A mí me das dos pesos y a Ángela le das diez, yo vi que tú le diste diez.

Don Virgilio me miró, como sopesando la situación, entonces llegó la doña y se detuvo delante como si yo me fuera a escapar.

—¿Qué es lo que le pasa al ciguito éste?

—Que cree que le compramos el vestido a Ángela y a él ninguna ropa —dijo el don.

—Oye eso —dijo mi madre —ese vestido es de la hija de Mariana que me lo prestó. ¿Quién te ha dicho a ti que yo compré vestido?

—Ángela —le respondí a la doña.

—Eso te lo dijo relajando muchacho, yo no he comprado nada. ¿Con qué dinero lo voy a comprar?

—Y oye lo otro Ramona, el cree que los diez pesos que yo le di a Ángela son para ella y que a el sólo le regalé dos pesos. Está celoso el loquito tuyo.

—No mi niño, esos diez pesos es para los dos. Lo que pasa es que están entero y hay que cambiarlo, pero ella te va a dar tus cinco pesos.

¿El dinero era para los dos? ¿El vestido nuevo de Ángela era prestado? Mire a mis padres y comprendí que yo estaba equivocado, lo había mal interpretado todo. Mi papá no me quería menos que a mi hermana, me quería más porque a ella le dio cinco pesos y a mí siete sumando los cinco con los dos que me había dado aparte. Me sentí contento y me fui a jugar con mis amigos y a comer biscocho. Nos divertimos mucho y nos tomamos fotos. Eso sí, yo con las los brazos atrás para que no se vea como me quedaban cortas las mangas de la chaqueta.

Compartir el día de tu cumpleaños con tu hermana mayor es lo peor que te puede pasar si mal interpretas las cosas, si eres celoso, egoísta y envidioso. Pasaron los años y cada noche de mis cumpleaños la paso festejando con mis amigos en algún bar de la ciudad, en algún coro o simplemente no hago nada y me acuesto temprano sin que me importe salir a beber o no. Lo que nuca dejo de hacer es pasar la tarde con mis hermanos, disfrutando y compartiendo un biscocho por ese día tan especial, donde mi hermana y yo festejamos la dicha de poder compartir con alguien ese día tan importante.


4. ORINANDO

Aunque en aquella época todavía podías caminar en la calle sin miedo de terminar en manos de un delincuente, nuestros padres no nos permitían estar afuera cuando caía la noche. Eran las siete y la oscuridad había engullido el cielo por completo. Habíamos terminado de jugar y cada uno de los muchachos que vivíamos en la misma calle nos enfilábamos de camino para nuestras casas, antes de que nuestros viejos nos fueran a buscar de aquella forma especial con que nos buscaban cuando uno no estaba en el hogar a la hora que tenía que llegar.

Aparté a Ana del grupo para decirle algo que nadie podía saber, le argumenté. Le dije que me acompañara a la esquina de la ferretería Garisoain porque allí le iba a contar algo que tenía que decirle. Ella curiosa, me acompañó para saber cual era el misterio que me traía entre manos.

Ana era una niña agradable de cara redonda y ojos saltones que te hacía sentir bien con sólo mirar lo alegre de su sonrisa igual a la de Candy Candy. Era hija de una amiga de mi mamá que vivía en nuestra calle. No tenía mucho tiempo de mudada en el barrio porque la tenían donde una tía en el campo, pero al llegar nos conocimos y nos hicimos amigos. Luego yo me enamoré de ella.

Mientras más nos acercábamos a nuestro destino, más nervioso me ponía porque tenía que decirle lo que desde hacía días le quería decir a Ana. Terminamos en la esquina frente a las grandes puertas de la ferretería.

—Dime —me dijo ella con una sonrisa donairosa.

—Tú corre mucho Ana, no te toparon ni una sola vez —le respondí nervioso ante sus labios que tanto me gustaban, tratando de prolongar el tiempo.

—A ti te topaban a cada rato. Tú no sabes correr —me contesto burlona — ¿Qué me quieres decir? Dime antes de que me llame mi mamá.

Pensé en formas sublimes y delicadas, paisajes hermosos como un atardecer en el campo. Quería inspirarme y hablarle tan apasionado como un poeta romántico y conquistador o con un vocablo gentil y delicado. Dejé que mi corazón se desbocara enamorado y le dije con voz conquistadora.

—¿Quieres que te meta el güevo?

Ana me miró con los ojos como platos y en su pequeño rostro se dibujo una mascara de vergüenza y asombro.

—No —me respondió tajante.

Me sentí avergonzado como nunca en mi vida y prácticamente salí corriendo del lugar dejando a Ana en la esquina. Por el rabillo del ojo, pues me había dado miedo voltear la cara para mirarla, la vi de pie en la acera como una estatua de granito.

Llegué a mi casa y la doña me mandó a bañar con ese acento de fastidio en su voz. Estaba acostumbrado a bañarme en pantaloncillo en el patio, al lado del tanque del agua y los vecinos siempre decían que no tenía vergüenza. La verdad que después de todo sí la tenía. Me metí al baño en esa ocasión porque tenía miedo de que Ana llegara y me viera en plena faena de aseo. Niño al fin, nunca le deba más mente a las cosas de lo que un niño les podría dar, pero esa noche me sentí asustado y me comía la vergüenza. Quería que me tragara la tierra.

Poniéndome ropa en la habitación que compartía con mis hermanos, escuché a lo lejos la voz de Ana que estaba en el patio hablando con Juana y su hermano Miguel, y una ola de miedo me recorrió por todo el cuerpo. Seguro les contaría a los muchachos lo sucedido y más temprano que tarde los vecinos se enterarían, entonces la madre de Ana se enteraría y por medio de ella mi mamá se enteraría y me armaría todo un lío.

Esa noche, después de mamonear con los panes de agua con mantequilla de barrita y el baso de chocolate de agua, fingía estar interesado en ver una mala película con Charles Bronson cuando Miguel me fue a buscar para que saliera al patio a jugar con él y el resto de los muchachos. Ana estaba entre el grupo y ni me asomé a la puerta. La película me pareció aburrida, el suceso con Ana acaparaba toda la atención de mi mente. Fingí sueño y me acosté antes de terminar de ver el filme.

Al día siguiente, al llegar a la casa y quitarme el uniforme de la escuela todavía estaba avergonzado por lo ocurrido con Ana la noche anterior, pero aun así me armé de valor y salí a jugar con los muchachos. Ella estaba con el grupo pero yo intentaba no estar cerca de ella y mucho menos que ella se me acercara, fijé un perímetro de distancia entre nosotros. Jugamos al topao[1] como cada crepúsculo y cuando terminó el juego a las siete, cada quien cogió para su casa.

Caminaba por la acera despreocupado porque no pasó ningún lío con la niña y sentí alivio, ya no tenía que quedarme en mi casa y podía salir al patio sin problema. El asunto es que todavía estaba enamorado de ella y ya no podía conquistarla.

—Antón —dijo una voz fina tras de mí y mis miedos regresaron a ocupar su lugar en mi cuerpo — ¿te puedo preguntar una cosa?

—Dime —le dije con fingida valentía porque la verdad me aterraba que me preguntara lo que temía que me iba a preguntar.

—¿Por qué tú no me quieres hablar? ¿Fue por la cosa de anoche?

—No —le mentí —yo te hablo, lo que pasa es que estábamos corriendo mucho.

—Yo pensaba que tú no me querías hablar porque nunca me caías atrás para toparme cuado eras “el loco”.

—Lo que pasa Ana, es que tú corres mucho y por eso no te perseguía.

—¿Antón, tú te acuerdas de los que me dijiste anoche?

Sentí que una mano invisible entró en mi pecho y me apretó el corazón.

—Sí —le dije con vergüenza y miedo.

—Yo quería ir contigo —me confesó y me sentí molesto y ansioso a la vez.

— ¿Y porqué me dijiste que no?

—Por nada, además yo te estaba buscando después y Miguel me dijo que no querías salir porque estabas viendo una película.

—Tá bien. ¿Que tu quieres ahora?

—Si yo te digo que quiero que tú… ¿A donde tú me lo vas a hacer?

—¡Oh! En el toto.

—No, tan bruto. ¿En qué sitio?

—Pues… en el callejón de Fefa.

Me iba a decir algo pero titubeo unos momentos, bajó la cabeza y con los pies jugaba con unas piedrecitas que habían en el pavimento, luego me miró e hizo una mueca divertida con esa boquita que tanto me gustaba y yo sentí el corazón como una tambora retumbarme en el pecho.

—Está bien —me dijo ella dibujando una sonrisa en su angelical e inocente rostro —vamos a hacerlo en el callejón de Fefa.

Fefa era una señora que vivía al doblar la esquina, luego de la ferretería. Ella era costurera y vendía helados de fundita en su casa. El vender esos helados era una actividad común que se realizaba en muchas casas del barrio. Era una forma de estericar el peso para el presupuesto del ñao.

A la doña le gustaba fumar tabaco y escupir. Recuerdo que una vez iba pasando por el callejón y un salivón me calló en un ojo, tenía un bajo a tabaco y seguido me di cuenta de que ella me había escupido desde la ventana. Me detuve en la puerta de su casa y le reclamé, pero la vieja me mandó pal´ carajo. Yo le voceé una mala palabra y mi mamá me llamó la atención con un boche antes de terminar la tarde.

Su hijo era maestro en una escuela de música, el enseñaba guitarra. Un día estaba el tocando su virtuoso instrumento en la sala de su casa mientras nosotros jugábamos pelota en la acera, muy cerca de la puerta de su vivienda. Me tocaba el turno al bate y estaba preparándome para hacer una carrera. Me sentía bien sobre el montículo dibujado sobre el piso con una piedra blanca y el bate en las manos (que realmente era la pata de una mesita) y con un swing a lo Pedro Guerrero. Alberto hizo su lanzamiento y Ricardo corrió como el viento a robarse la segunda base hecha de cartón, yo le pegué a la pelota que salió como un cohete directo a la casa de Fefa, chocó de una esquina en la galería y pasó derecho por entre la verja.

Créanme que si fuera planeado no hubiera sido tan perfecto y atinado el pelotazo que se llevó el hijo de la fumadora. La pelota dio de lleno en la mano con que el joven rasgaba enérgicamente las cuerdas del instrumento y a continuación se escucho un sonoro ¡COÑO! salir de la vivienda. Unos se quedaron pasmados cuando vieron salir al joven músico con una guitarra de cuerdas rotas, otros simplemente dijimos “¡ay!” y escapamos del lugar. Esa noche mi mamá volvió a llamarme la atención con otro boche.

El callejón estaba oscuro y no se si era por el calor del verano, pero mis manos, pies y axilas estaban sudando como una vaporera. Ana caminaba delante de mí decidida, yo inocente y pariguayo iba muy cauto, en estado de alerta por si nos podrían descubrir. En el callejón a oscuras casi no veía nada salvo el vestido amarillo de Ana que parecía danzar como el débil fuego de una vela en la oscuridad, yo estaba nervioso. Llegamos hasta el fondo detrás de un tanque grande lleno de agua.

—Yo creo que nos van a descubrí. Vámonos que no es buena idea después de todo —le dije asustado a Ana que estaba recostada de la pared en un rincón.

—No, no nos van a encontrar. Ven para acá y no seas miedoso o no te hablo más. Yo pensaba que tú estabas enamorado de mí —me dijo en voz baja y yo le hice caso pues ella sí me gustaba mucho y quería que hiciéramos “frecura”.

Abrasados nos besamos despacio, con lo que entendíamos por pasión y dejé de preocuparme por que nos podían encontrar. El tiempo pasó lento mientras las caricias recorrían varias partes de nuestros cuerpos infantiles y desprovistos de cualquier señal de madures. Ana se levantó el vestido amarillo.

—Yo quiero que tú me lo mames —me dijo la niña bajándose los panty y yo me hinqué en el piso para estar al nivel de su sexo lampiño.

La lamí como si fuera un helado de barquilla, fingiendo saber lo que estaba haciendo cuando la verdad es que era mi primera vez. En realidad era la primera vez que ambos lo hacíamos, pues no podíamos saber nada porque éramos niños inocentes ante las verdades del sexo, traviesos pero inocentes como todo niño de los ochenta.

En aquella época no teníamos educación sexual a esa edad en las escuelas, ni Internet donde podíamos aprender estas cosas como hoy en día, o páginas web decoradas con fotos de gente haciendo de todo entre todos.

Ya me había levantado del piso y tenía los pantalones abajo, Ana se adhería a mí meciéndonos juntos, haciendo lo que imaginábamos lo que sería un acto sexual pero nunca hubo una penetración ni nada parecido, quizás algún roce al azar. Sólo nos quedábamos balanceándonos, besándonos y pegados el uno al otro hasta que un sonido sordo nos sorprendió. Ya sabía yo que nos iban a encontrar.

—¿Qué ustedes hacen ahí? —preguntó la voz de Fefa tan sorprendida como nosotros y yo traté de salir corriendo, pero como tenía los pantalones abajo terminé enredándome y cayendo de boca al suelo.

Al ver esto, la vieja cayó en cuenta de lo que estaba pasando entre Ana y yo. Tomó un palo de escoba que estaba reapostado de una pared y nos amenazó con el.

—¿Qué ustedes inventan muchachos del carajo?

—Orinando —dijo Ana a doña Fefa mientras se subía los pantys. La vieja la agarró por el pelo y le dio dos jalones con rabia.

—Desde chiquita aprende a ser un cuero. ¡Coño!

—Pero sólo estamos orinando —gritó Ana en medio de un sollozo a causa del dolor por los jalones de pelo que le daba la doña.

—¿Orinando? No te apures buena sinvergüenza que voy a hablar con tú mamá. Vállese ahora mismo para su casa, buena vagamunda.

A mí no hubo que repetírmelo otra vez, desde el primer jalón de moño que le dieron a Ana ya me había subido el pantalón y había salido corriendo del callejón escapando de un escobazo o algo peor, salvando el cuello. Y es que para coger golpes que no puedo devolver siempre fui cobarde.

Esperé a Ana en la esquina de la ferretería Garisoain, la vi acercarse caminando mientras se alisaba el vestido muy nerviosamente. Pensé en el problema en que me había metido. Doña Fefa se lo contaría a la madre de Ana y doña Ignacia a mí mamá. Me molesté bastante con Ana porque era su culpa por no hacerme caso. Se acercó a mí y pensé que se iba a detener para disculparse conmigo, pero no fue así.

—Te dije que nos iban a descubrir, tú por no llevarte de mí —le reproché cuando me cruzó por el lado sin detener su marcha. Yo le di alcance —todo esto es por culpa tuya por no hacerme caso cuando te dije que mejor lo dejáramos así.

Entonces fue cuando me fijé en las lágrimas brillantes que bajo la luz de las farolas surcaban sus suaves mejillas y que en su cara había una boca nada parecida a la que a mí me gustaba. No di un paso más para seguir hostigándola. Me dio mucha pena y la llamé varias veces para pedir perdón pero no me respondió, siguió caminando como un girasol que se encaminaba a la oscuridad de la noche.

Fue la primera vez que lastime el corazón de alguien, y de paso también lastimé el mío. Yo era sólo un niño que no entendía sobre corazones y ya había traído pena, decepción y el dolor a un ser que yo quería.

Después de tanto tiempo, todavía recuerdo claramente la forma histérica con que Ana trataba de alisar su vestido amarillo y de como la luz de los carros iluminaban su pelo enmarañado por el maltrato de Fefa, mientras yo sólo trataba de salvar el pellejo, preocupado de que la culpa sobre lo sucedido cayera sobre mí.

Han pasado más de vente años de esa triste experiencia, y cuando por casualidad me encuentro con Ana en las calles ruidosas de Santo Domingo, ella no me dirige la palabra y continua su parco camino como lo hizo en aquella penosa noche. 

 


[1] “El Topao” (o El Loco) es un juego infantil que se juega en grupo el cual tiene como objetivo tocar a alguien mediante la carrera para que este “tenga que aguantar” corriendo tras varios más para tocar a otro y este tome su lugar.


3. LA ISLA DE LOS HOMBRES CANGREJOS

Muchas veces era una jodienda cuando don Virgilio se aparecía en plan de exigencias, como si el viviera en la casa todavía, y sin un peso para la manutención de sus hijos. Otras veces se ponía un chip de buena honda y venía con cuarto en el bolsillo y el tanque del carro lleno de gasolina y nos llevaba de paseo.

Recuerdo que una vez nos llevó a todos a la playa de Villa del Mar en el verano del ochenta y siete cuando yo tenía diez años. Allá estaban unos tíos, tías y primos míos de parte de la rama paterna, quienes habían organizado el viaje e invitaron al viejo. Los hombres de la familia instalaron casas de campaña en la arena y las mujeres estaban cocinando cangrejos, jaibas y un par de langostas. Nunca en mi vida había visto una langosta, solamente por televisión y fue en blanco y negro.

Yo entraba y salía de las casas de campaña dejándome llenar de un aire aventurero que me hacía imaginar que me encontraba en una odisea en playas antiguas y lejanas, esperando en el campamento el salvaje e inminente ataque de los nativos hombres cangrejo que vivían en el lugar.

Abandoné mi puesto y salí al campo abierto de la playa ignorando la orden directa del capitán Virgilio de no meterme al agua sin el equipo de apoyo, la supervisión de mis hermanos mayores. Dejé el campamento atrás haciendo caso omiso de mis órdenes mientras caminaba por las ardientes arenas bajo el sol del medio día. Inspeccionando el área, me encontré en el terreno con unos pequeños óvalos amarillentos que tenían espinas que se clavaban en las plantas de mis pies desprovistos de calzados.

Tratando de esquivar aquellas pequeñas trampas del enemigo, me llegué a pinchar un par de veces más y el dolor menguó mis ánimos de seguir imaginado aquella aventura en la remota y paradisíaca isla.

No podía caminar porque tenía muchas espinas clavadas en los pies, casi estaba incapacitado para moverme a causa del dolor. Definitivamente ya no tenía ganas de jugar más en aquellas arenas calientes, sólo quería irme a donde estaba mi familia. El sol ardía como nunca y me achicharraba la piel ensañadamente, los ojos me escocían y la cabeza me comenzaba a doler.

Pasé mucho tiempo bajo el fuerte sol, parecía toda una eternidad y cada vez que intentaba caminar, las puyas clavadas en mis pies me hacían quedar inmóvil por el dolor. Miraba para todos lados tratando de encontrar a alguien que me ayudara a salir de mi aprieto, y extrañamente nadie se percataba de que había un problema con ese niño de cara desfallecida que tenía hora muerta bajo el sol sin moverse del mismo lugar.

Sufriendo en aquel infierno, quemado y acuchillado por los pequeños demonios del averno, noté que unas gafas oscuras me miraban desde la sombra de una palmera. Creo que alguien que estaba allí se percató de mi angustioso tormento, pues seguido se levantó de donde estaba acostado. Como me avía dado vergüenza la situación, bajé la cabeza mientras sentía como esa persona se acercaba a mí y me preguntaba sobre lo que estaba haciendo sin moverme bajo semejante fogonazo.

— ¿Porqué te has quedado parado bajo el sol por tanto tiempo? Te va a dar una insolación niño.

Levanté la cabeza al escuchar aquella cálida y gentil voz, y miré a la hermosa chica que estaba frente a mí con expresión preocupada a causa de mi nula locomoción, bastante extraña en un niño que juega en la playa.

—Me clavé —le dije casi sollozando a la muchacha mientras tímidamente levantaba el pie para que vea la causa de mi dolor.

Ella me miró con ternura y me dedicó una amorosa sonrisa de compasión. Se agachó tomándome el pie delicadamente como si yo fuera un inofensivo animal mal herido. Sacudió algo de arena y una por una me fue sacando las espinas. Retiré la vista del pie para no ver la escena de sustracción que me estaba poniendo nervioso, porque para todo lo que infrinja dolor físico, siempre había sido cobarde.

Avergonzado, mis ojos fueron a dar a los monumentales pechos de mi heroína. Eran unos senos preciosos y a mis escasos años de edad que tenía en esa época, me dieron ganas de tocarle las tetas a la hembra.

— ¡Ya está! —me dijo la preciosidad mientras se levantaba como un monumento frente a mí y pude ver desde otro ángulo las dimensiones psicodélicas de sus senos jugosos y dorados. Me embobé con sus caderas y la hilera de bello fino y diminuto que descendía por su vientre y se perdía bajo la pequeña pieza de traje de baño donde se dibujaba descaradamente su sexo. Ese día tuve mi primera erección por motivos femeninos y sentí como mi cara adquirió una temperatura alta y no precisamente por el sol.

Con una sonrisa de suficiencia me dijo algo que no llegué a entender mientras su mano acarició mi cabeza. Toda mi atención estaba concentrada en las curvas perfectas del cuerpazo de mi salvadora, que se alejaba con un movimiento de caderas que hacían temblar esa masita tan rica que tienen las mujeres en la parte baja del culo. Yo nunca en mi vida había visto a una mujer de carne y hueso en bikini, solamente por televisión y había sido en blanco y negro.

Regresé a donde estaba mi familia y mi mamá me recibió con un boche. Me peleó por un rato delante de la gente porque me había desaparecido por mucho tiempo y había regresado curtido por el sol. Recordé a la mujer en bikini que para mí era lo mismo que verla en ropa interior, y una sonrisa de relambio se asomó en mi cara. Doña Ramona se encojonó como el diablo y me mandó para donde el viejo a que me diera mi justo castigo.

El viejo, loco por entrarme a cocotazo escuchó la versión de mi aventura en la isla de los hombres cangrejo, casi me entra cuando mencioné lo de las puyas en los pies, pero se relajó y se destornilló en una carcajada cuando le conté lo de la jeva en bikini y lo hermosa que era.

Virgilio me miró a los ojos con los suyos esmaltados por el Barceló y vio el asfixie en los míos, enrojecidos por la larga exposición al sol.

—Vete a jugar con los muchachos y no te desaparezcas para ningún otro sitio —me dijo el don mientras recreaba con orgullo mi historia de la chica a mis tíos que no me habían escuchado contarla. El grupo de hombres me miraba con aprobación masculina mientras que mi madre decía en casi un susurro, que yo no serviría para nada al igual que mi padre.

La tarde transcurrió sin incidentes. No volví a jugar el juego del campamento en la isla de los hombres cangrejo, ni anduve descalzo en la arena por miedo a clavarme otra vez con las espinas de los pequeños seres ovalados de las arenas. De los crustáceos que habían cocinado, solamente pude probar las duras patas que para nada me gustaron, y las dejaba caer al suelo cuando nadie me miraba.

A la muchacha que me ayudo y me había robado el corazón, la llegué a ver un par de veces más, y en cada una de ellas las palpitaciones de mi corazón se aceleraron dándome fuertes golpes en el pecho, sobre todo cuando ella me miraba sonriéndome.

En uno de esos encuentros que por mi parte eran “casuales” me preguntó cuantos años tenía y si tenía novia. Yo con excesiva vergüenza fingida le dije que tenía diez años y que sí tenía novia, que era ella. A continuación salí corriendo como un rayo y la muchacha se rió. Así nos divertíamos. Pero cuando te diviertes el tiempo lleva mucha prisa y no espera a los que gozan. La tarde se extinguía en una impaciente sobriedad de un azul oscuro. Mis tíos estaban levantando el campamento y mi madre, casi histérica, nos hacía unas señas ridículas desde la orilla para que saliéramos del agua.

—¡Pero carajo! Si los dejan a ustedes se quedan viviendo en el agua. Parecen familia de Aquamán y no mía —nos peleó la doña a mis hermanos y a mí, acarreándonos hasta donde nos esperaban los otros familiares, mi papá y su jumo de Barceló con agua de coco.

Ramona discutía con Virgilio por su embriaguez, era muy irresponsable conducir en ese estado con lo peligroso que era la carretera, el don se defendía alegando que borracho el manejaba mejor.

El sol seguía ocultándose rojizo tras el horizonte y el cielo tomaba un color escarlata sobre el tranquilo mar. La brisa refrescaba mi piel chamuscada y sentía una ola de nostalgia y tristeza porque ya nos teníamos que ir de aquella tranquilidad y regresar a la rutina de la ciudad. Yo no me quería marchar.

Miré la playa por última vez y vi avanzar una silueta sobre la tibia arena. Me miró dulcemente y sonrió, yo le regresé una mirada de enamorado y ella me lanzó un beso de despedida.


2.TRILLER NO, MI ESCUELITA

Si piensas que levantarse temprano todas las mañanas para ir al colegio es una maldición bíblica, no imaginas el suplicio que uno pasa estudiando en la tanda de la tarde. Mi mamá me había inscrito en el curso vespertino porque me había quemado en dos ocasiones, y aunque yo le decía que la profesora me reprobaba porque yo le caía mal, ella insistía de que aparte de no ser buen estudiante, el ambiente de las clases matutinas no me favorecían porque yo era un niño que jugaba demasiado y sólo me juntaba con los vagos del colegio. Así que me cambió de horario para que juegue menos ya que en esa tanda no conocía a nadie y podía concentrarme en mis clases. Todos sabemos que palo que nace doblao jamás su tronco endereza. Así que no pasó mucho tiempo antes de que conociera y adjuntara en las filas de mi batallón de juegos, las almas vagas de mis nuevos compañeros de clases. Pero no es de las aulas, compañeros y clases de lo que quiero hablar. Mis andanzas en el Colegio Parroquial son historias que quizás cuente más adelante. Lo que me interesa relatar ahora es de como me emocioné y maravillé a la vez, cuando al salir de clases poco antes del crepúsculo y vi una casa llena de gente mirando a Roberto Salcedo en El Calientísimo del 9, presentar el concurso “buscando el doble de Michael Jackson”.

Michael Jackson era un cantante espectacular, tenía una voz excelente y bailaba como nunca había visto a alguien hacerlo. Era alucinante, y como todo niño de mi generación yo quería bailar como él.

Michael era el séptimo hijo de una familia de nueve hermanos. Su padre era un guitarrista aficionado y trabajaba como operador de grúa para poder darle de comer a su familia.

Cerca de 1962, su papá decidió formar un grupo juvenil con sus hijos Marlon, Tito, Jackie y Jermaine a quienes llamó Ripples & Waves. El joven Jackson no participaba en el grupo por ser muy joven, pero pasaron varios años y Michael, poseedor de un gran talento para el canto, pasó a ser la voz principal del conjunto a quienes los renombraron finalmente con el nombre de The Jackson Five. Los muchachos se las apañaban cantando en clubes nocturnos hasta que en 1968 fueron contratados por la productora discográfica Motown. “I want you back” fue su primer sencillo publicado en 1969 y de allí en adelante los hermanos Jackson tuvieron un increíble ascenso en la lista de mejores éxitos de los Estados Unidos y se mantuvieron en excelentes posiciones luego de grabar “ABC”, “The love you save” y “I’ll be there”.

Michael Jackson, consagrado como una de las mejores voces de R&B, dance, soul, disco y funk en Estados Unidos, se lanzó como solista en 1979 y en 1982 publica su segundo disco “Triller”. Nosotros disfrutábamos con el video de “Triller”, lleno de zombis repugnantes y horrorosos que nos hacía sentir tanto miedo como si fuera una de las películas de George A. Romero. Todo era impresionante y allí estaba yo, viendo el concurso de imitadores de Michael en El Calientísimo del 9.

La pantalla chirriaba imágenes y luz, las bocinas cumplían su cometido con “Billy Jean” imponiéndose ante el atardecer y mis ganas de llegar al mi casa, ya extintas por el show. El hogar estaba caluroso por los invitados que mirábamos a los concursantes en el televisor a color, no muy común en los humildes hogares de la barriada. Uno de los participante se había pasado de maquillaje y alguien de los reunidos en la sala de la casa dijo que se parecía más a Chiquidrácula que a Michael. Y era cierto, parecía una torpe imitación de Bela Lugosi intentado “caminar en la luna”. Todos nos reímos de la ocurrencia. Algunos no bailaban muy bien, les faltaba practica, pero otros eran excelentes y valía la pena verlos bailar.

Llegué a mi casa con los pasos y la música de Michael en la cabeza. Me imaginaba entrar al escenario y moverme como él y cantar sus canciones. Estaba emocionado, entonces me había fijado algo en la cabeza, aprendería a bailar “Triller”, “Billy Jean” y “Beat it” igual que Michael Jackson.

Desde entonces al salir del colegio siempre me detenía en la casa del TV a color donde veíamos el concurso de El Calientísimo del 9 y me fijaba como se bailaba, también me pegaba del TV Philco a blanco y negro de mi casa al asecho de los videos musicales, porque en esa época los pasaban a cada rato.

Pasaron semanas yLa Jacksonmanía seguía su curso mientras yo, cada vez más bailaba mejor y llamaba la atención de los vecinos con mis movimientos ágiles y eléctricos. Mis padres disfrutaban mucho viéndome imitar al rey del pop.

Más semanas pasaron y yo seguía con mi anhelo y mis bailes, llegando a ser famoso en mi calle con mis imitaciones. Me estaba volviendo hábil en eso.

Una tarde unos vecinos habían organizado en el barrio un Talent Show. Mis hermanos me habían inscrito en el concurso para que yo imitara a Michael Jackson y asistí con mucha emoción, pues de seguro iba a aplastar a los demás participantes con mi actuación. Ese día me bañé temprano y me puse una chacabana azul cielo, mis zapatos de los domingos y un pantalón brinca charco para tener un swing a Michael Jackson. Mi mamá no estaba en casa esa tarde, así que sólo mis hermanos me acompañaron.

Arcángel gozaba conmigo cuando imitaba al astro, él estaba muy emocionado porque sabía que yo iba a ganar el concurso, tenía plena confianza en mí y me daba muchos ánimos. Muchas veces decía que me dedicara a eso y que si lo hacía, él sería mi representante. Cuando sus compañeros de clases iban a casa, siempre les contaba sobre mi talento de imitación de Michael y me pedía que bailara para ellos. Yo lo complacía mientras el me miraba orgulloso.

—Antonio, tú ganaras ese concurso, tú veras que sí. Ese premio será para esta casa —me decía mi hermano efervescente.

Llegamos al escenario, que en realidad era en el patio donde vivía uno de los jurados del Talent Show que tenía un estilo imitado de Cuanto Vale el Show que no se lo quitaba nadie. Hasta tenían a la equivalente de Ana María Arias.

El concurso de talento inició con una imitación del dúo Pimpinela hecha por dos hermanos que vivían al doblar de mi casa, uno de ellos se puso una peluca para hacerla de Lucía y todo fue risas. Se siguió con Amanda Miguel, José José y otros cantantes, comediantes del momento y personajes de la época.

Un trío de niños llamados los Rock Steady Crew, hizo llegar a uno de los adultos que funcionaban como jurado, un cassette de música que pusieron en un pequeño radio, y el trío ya mencionado inició su presentación bailando Breakdance en casi una coreografía. A la gente le agradó de inmediato y le aplaudían sin parar, eran excelentes. De repente me puse muy nervioso y me asusté, no por lo bien que estaban bailando los muchachos, mi pánico se entrelazó a mis funciones motoras al darme cuenta de que iba a imitar al rey del pop y no tenía música para bailar como Michael Jackson. Era ridículo cantar y bailar sin tener esa música que caracteriza al astro. Mi ropa no era como la de Michael y en el suelo rustico de cemento tampoco se podría hacer el paso de caminar para atrás. ¿En qué estaba pensando? ¿Acaso iba a hacer una presentación de canto y baile sin música? Ni siquiera sabía la letra de la canción pues no sabía hablar ingles. Todo iba a ser un desastre y yo no quería pasar esa vergüenza delante del público, así que dándome cuenta de los obstáculos que había delante de mí decidí improvisar.

Los bailarines terminaron y los aplausos y pitidos retumbaron en el cielo. Los presentes, conformados por padres y amigos de todos los concursantes se pusieron de pie emocionados por la calidad de la presentación de los Rock Steady Crew.

—A continuación les presentamos al participante Antonio Libertad —escuché la voz del presentador anunciar al próximo concursante.

Antonio Libertad, ese era yo.

—Quien nos va a presentar su imitación de Michael Jackson con el tema “Triller”.

Pasé entre aplausos a la parte de cemento del patio que hacia como escenario y tomé el micrófono casero de las manos del presentador y aclaré que iba a cantar “Mi escuelita”.

Mi hermano puso cara de asombro y confuso, sus ánimos se resbalaron de su cuerpo y cayeron al suelo.

—Pero aquí dice que vas a imitar a Michael Jackson —dijo el hombre.

— ¡Compai! —Le dije al presentador de mala gana —Triller no, Mi escuelita.

—Pues está bien —me dijo resignado y me presentó al público que estaba menos interesado por la nueva interpretación que les iba a presentar, pues era una canción infantil que cualquier retrasado la podía cantar.

Inicié la canción e imagino que no tengo que entrar en detalles sobre lo estúpido que me sentí de pie frente a todo el mundo, mirando la cara de decepción de mi hermano por no hacer la de Michael Jackson mientras el crepúsculo ocultaba el sol de mi deprimente participación. No recuerdo bien, pero creo que ni me dejaron terminar la presentación, pero sí que fui el hazme reír de muchos. La imitadora de Ana María Arias se metió muy de lleno en su personaje y se burló descaradamente de mí. Lo triste es que probablemente pude haber ganado el concurso de todas formas, si por lo menos lo hubiera intentado aunque no tuviera música y el suelo fuera inadecuado para los pasos de baile. Quizás si no me hubiera dado vergüenza por el ridículo que podría haber pasado haciéndolo. A veces pienso en ello y mirando atrás me doy cuenta que era imposible hacer el ridículo, pues era muy niño, y los niños ante los ojos de los adultos no pasamos por esas penas, pues se enorgullecen cuando nos observan aprender y se divierten con nuestras ocurrencias.

Hoy en día no comprendo porqué me dio tanto miedo que no pude arriesgarme con “Triller”, ya que con “Mi escuelita” iba a perder de todas formas o por qué suelo tener esa duda fatal a la hora de dar el primer paso para alcanzar lo que realmente quiero. Cuando era niño me fascinaba bailar de todo. Lo curioso es que con el pasar de los años mientras me hacía más adulto, menos sabía mover los pies al compás de la música, sobre todo con los ritmos de las nuevas generaciones. Esa noche, la del día del Talent Show, me sentí triste y mucho tiempo después comprendí que por primera vez me había acostado sintiéndome derrotado, y no por los demás concursante, sino por mí mismo. Comprendí que yo era el primer obstáculo que tenía que superar si quería alcanzar mis sueños algún día.


1. COMO A UN PERRO

Me gustaría comenzar esta historia hablando sobre mi padre como lo hizo el hijo de Michael Sullivan en Road to Perdition, pero mi papá no tiene ninguno de los defectos y virtudes del gangster de la película. Tampoco nos pasamos varias semanas asaltando bancos y siendo perseguidos por un excéntrico asesino profesional. No, mi padre y yo no éramos como Michael e hijo. Así que iniciaré relatando que estábamos en la década de los ochenta y vivíamos en una pequeña casa parte atrás, compartiendo el patio con otras casas de familia que vivían tan apretujadas como nosotros. Mi familia estaba conformada por el viejo, la doña y mis hermanos mayores; Ángela y Arcángel.

En 1984, mi padre se dedicaba al concho en un viejo Datsun de su propiedad. Trabajaba todo el día como un toro y en la noche se convertía en un borrachón y mujeriego empedernido. Mi mamá trabajaba en el turno nocturno en un restauran y muchas veces al llegar a la casa después de la medianoche, descubría que don Virgilio no había llegado de sus parrandas. Así que la pobre doña Ramona, reventada de cansancio, salía a buscarlo a la barra de Martí, y sacarlo por las orejas. El don refunfuñaba por todo el camino pero lo cogía suave porque después de todo, los cueros del local ya hacían rato que le habían pelado el bolsillo y él no sabía como salir de allí sin que los amigos supieran que no le habían dejado ni un duarte. Así que pensaba que después de todo le convenía que su mujer lo fuera a buscar de vez en cuando. Así funcionaba la extraña lógica de mi padre.

El viejo era reincidente en tener aventuras con mujeres de la calle. A muchas le negaba el estar casado para llevar a cavo sus fines, que era el de acostase con la popola de turno. A otras no las pudo engañar por mucho tiempo, pero aun así fueron victimas del ripio caliente de mi papá. Alguna se cansaba de él y hasta llegaron a llamar a mi madre para que lo fuera a sacar de sus casas cuando el don las molestaba, muerto de un jumo de media noche.

Mi mamá le aguantó toda su vaina hasta que una madrugada lo fue a buscar y se encontró con que el cuero con que él le pegaba los cuernos en esos momentos no se lo quería entregar, supuestamente porque Virgilio Libertad era su hombre y mi mamá no sabía satisfacer a un macho como mi papá. El viejo, en vez de levantarse de la mesa e irse con su mujer, se puso de simio y la mandó para la casa a que lo esperara allá porque él todavía no se quería ir. La doña miró de arriba abajo al cuerillín que estaba con papá y le dijo que si lo quería tanto que podía quedarse con esa poca cosa.

Esa fue la última vez que Ramona salió a buscar al viejo porque al día siguiente la mujer que no sabía satisfacer al macho, sacó de la casa a don Virgilio. Lo votó como a un perro.

Pasaron varias semanas que no supimos nada de nuestro papá, hasta que un día apareció con una bandeja de pan de batata que había conseguido con un amigo que las vendía. Saludé a mi padre con mucha alegría pues estaba muy contento de verlo otra vez. Me hizo cosquillas con su barba de varios días cuando me abrazó. Mi mamá lo trató con diplomacia e interés por saber donde se había metido esas ultimas semanas, no porque lo echara de menos, pues ella lo esperaba para que le diera el dinero de nuestra manutención. El sueldo de mi mamá no daba para mantenernos y don Virgilio no estaba cooperando para que nosotros pudiéramos bajarnos el lodo de todos los días, o mejor dicho, para que podamos subsistir debidamente.

Yo los dejé hablando del asunto sin darle importancia, pues aunque no lo crean, en la primera mitad de la década de los ochentas a los niños de siete años como yo aun no les llamaba la atención el dinero. No estábamos frente al televisor atentos a las noticias sobre La Guerra Fríani a Robert Gallo y Luc Montagnier quienes habían identificado el virus del SIDA, ni sabíamos sobre el alcance destructivo que podría llegar a tener la creciente amenaza nuclear. Mi atención caía sobre la bandeja que estaba en la mesa, pues no solamente en África existía el hambre. Recuerdo sentarme junto a mis hermanos y entrarle al pan de batata como a la conga entre los tres.